Ante el derrumbe del
balompié en aquel reducto del sur de la provincia cordobesa, el balonmano se
abrió paso a la luz de un nuevo pabellón en la localidad.
Todo nace del apadrinamiento de
un equipo sénior de la capital. El Balonmano Maravillas, o Moriles-Maravillas en aquella época. Aún perdura hasta la actualidad como filial del Córdoba CajaSur. Un club con carácter amateur
para aquellos jugadores que se resisten a dejar su adicción a la resina, pero
que la compaginan con la actitud festiva lejos del salto al profesionalismo.
Era el gancho para los más
jóvenes que habían quedado abandonados de toda esperanza deportiva. Mientras el
campo municipal pasó a ser un basurero, desde alevines a cadetes se apuntaron a aquel deporte que se jugaba con la mano, en el que no se podía
pisar el área como jugador y donde uno se da cuenta de las pocas hostias
que se reparten en el fútbol hasta que prueba esta suerte de siete contra siete.
No comencé bajo palos. Mi
envidiable circunferencia torácica me envió sin aduana ni equipaje a la
posición de pivote. La camiseta se amoldaba a unas lorzas tempranas y Emilio
-que creo que se llamaba el primer entrenador que tuve y que recuerdo con toda la cara del Dr. Otacon de
Metal Gear Solid- se lamentaba de lo mal que me estaba tratando la vida a con tan poco recorrido cada vez que me pasaban el balón.
Recuerdo viajar a Córdoba
capital un sábado por la mañana y ponernos a jugar en la pista de cemento rojo
de un colegio. Las porterías no tenían ni redes. Ése sería el trágico escenario
en el que marcaría el único gol de mi carrera como pivote. Por desgracia, las
legañas mañaneras confundieron al colegiado de apenas un puñado de años mayor
que nosotros y no lo dio por válido, a lo que Emilio protestó enfurecido a
sabiendas que aquel mísero tanto podía marcar la diferencia en una nueva vida
para un alevín adicto a los bollycaos.
Vistas mis cualidades como
jugador, pronto fui desterrado al desierto de la portería. En fútbol, el
portero es dibujado literariamente como el solitario, el castigado. Un 'Atlas'
que carga con una la pesada responsabilidad de que el mínimo error es fatídico,
pues a diferencia del resto de sus compañeros, el meter la pata se convertirá
seguramente en un tanto para el contrario.
En balonmano puede reforzarse aún
más esta metáfora. La amplia área de seis metros se erige como una barrera
invisible que distancia al arquero del resto de sus compatriotas. Un deporte
con multitud de duelos frente al contrario, muchos a quemarropa, en el que los
actos reflejos cobran un sentido único y son la diferencia entre el cielo y el
infierno.
Pero en caso de que no fueras
un felino, aquello podía contrarrestarse ocupando el máximo volumen posible. Mi
carrera como portero de balonmano no fue muy brillante, no al menos en ese
momento, pues gran parte de aquella base floreció en el futsal años después,
además de cierta flexibilidad que conservo a día de hoy.
Recuerdo los duros
entrenamientos de Manuel Pérez. Aquel señor con apariencia temprana de abuelo
enternecedor nos hacía andar la pista de un lado a otro en la postura del cangrejo,
para fortalecer el movimiento de la pierna en las paradas, cuando no te hacía
andar por encima de una banqueta y sacar mano y pie hacia el lado para mantener
el equilibrio. Un genio en lo suyo.
Mi mejor partido de balonmano
fue en categoría infantil. Era un choque sin trascendencia, ya que el equipo que
verdaderamente competía por los títulos ligueros y el acceso al Campeonato de
Andalucía eran las dos generaciones que venían detrás de nosotros. Jugábamos
contra ADESAL y ganábamos de un gol (16-17). Faltaba menos de un minuto para el final.
Cuando atacábamos para dar la estocada, nuestro mejor jugador cometió
falta en ataque. Pese a no ser más que un crío que acababa de hacer la
comunión, ya se desenvolvía bien con el vocabulario explícito contra los
árbitros. Tras mentar un par de veces a la señora madre del colegiado, nos
quedamos con uno menos. En la transición defensiva, otra infracción (por
denominar de alguna manera el 'mataleón' que hizo un defensor al atacante para
perder el poco tiempo que quedaba) nos dejó con cinco, cuatro más el portero.
Se reanudó el juego, un par de pases y ¡bam! Internada fácil, seis metros y salto del atacante. Mi respuesta no fue otra que cerrar los ojos y hacer un spagat... ¡bam! Pelotazo en la espinilla. La temprana sonrisa pronto torció el gesto cuando aquella pelota cayó de nuevo en manos del rival. Otra oportunidad, otro salto y ¡bum! Nuevo spagat y pelotazo al brazo izquierdo. Pitido final. Éxtasis. Lágrimas incontroladas entre abrazos de compañeros y un viejecillo solitario en la grada agitando con tremenda fuerza su paraguas en señal de concordancia con la gesta. Victoria 16-17, el Moriles Balonmano Viña acabaría penúltimo en liga.
A la mañana siguiente, cuando
me dirigía a la papelería del pueblo a comprar el periódico, desde las rejas vi
un folio en el que creí leer "enhorabuena a los infantiles de balonmano y
en especial a su portero por las paradas finales". Fui corriendo a casa a
contárselo a mi madre lleno de emoción. Para mi disgusto, una vez volví a bajar a
la hora en la que estaba abierto el establecimiento, me di cuenta de que no era
sino un aviso de que aquel domingo se iba a retrasar el horario de apertura, y
que iba siendo hora de visitar al oftalmólogo.
Al año siguiente se acabaría el sueño del balonmano, al menos para mí. La falta de jóvenes en categoría cadete, pues muchos al acercarse a los 16 ya se apresuraron a dejar los estudios para enrolarse en la creciente demanda de peones de albañilería, y las continuas convocatorias cargadas de infantiles asfixiados por jugar dos y tres partidos por cada fin de semana dilapidó las aspiraciones del equipo.
Sólo quedaba una cosa por hacer.