25/7/22

El gordito, de portero (capítulo 2)

Ante el derrumbe del balompié en aquel reducto del sur de la provincia cordobesa, el balonmano se abrió paso a la luz de un nuevo pabellón en la localidad.

Todo nace del apadrinamiento de un equipo sénior de la capital. El Balonmano Maravillas, o Moriles-Maravillas en aquella época. Aún perdura hasta la actualidad como filial del Córdoba CajaSur. Un club con carácter amateur para aquellos jugadores que se resisten a dejar su adicción a la resina, pero que la compaginan con la actitud festiva lejos del salto al profesionalismo.

Era el gancho para los más jóvenes que habían quedado abandonados de toda esperanza deportiva. Mientras el campo municipal pasó a ser un basurero, desde alevines a cadetes se apuntaron a aquel deporte que se jugaba con la mano, en el que no se podía pisar el área como jugador y donde uno se da cuenta de las pocas hostias que se reparten en el fútbol hasta que prueba esta suerte de siete contra siete.

No comencé bajo palos. Mi envidiable circunferencia torácica me envió sin aduana ni equipaje a la posición de pivote. La camiseta se amoldaba a unas lorzas tempranas y Emilio -que creo que se llamaba el primer entrenador que tuve y que recuerdo con toda la cara del Dr. Otacon de Metal Gear Solid- se lamentaba de lo mal que me estaba tratando la vida a con tan poco recorrido cada vez que me pasaban el balón.

Recuerdo viajar a Córdoba capital un sábado por la mañana y ponernos a jugar en la pista de cemento rojo de un colegio. Las porterías no tenían ni redes. Ése sería el trágico escenario en el que marcaría el único gol de mi carrera como pivote. Por desgracia, las legañas mañaneras confundieron al colegiado de apenas un puñado de años mayor que nosotros y no lo dio por válido, a lo que Emilio protestó enfurecido a sabiendas que aquel mísero tanto podía marcar la diferencia en una nueva vida para un alevín adicto a los bollycaos.

Vistas mis cualidades como jugador, pronto fui desterrado al desierto de la portería. En fútbol, el portero es dibujado literariamente como el solitario, el castigado. Un 'Atlas' que carga con una la pesada responsabilidad de que el mínimo error es fatídico, pues a diferencia del resto de sus compañeros, el meter la pata se convertirá seguramente en un tanto para el contrario.

En balonmano puede reforzarse aún más esta metáfora. La amplia área de seis metros se erige como una barrera invisible que distancia al arquero del resto de sus compatriotas. Un deporte con multitud de duelos frente al contrario, muchos a quemarropa, en el que los actos reflejos cobran un sentido único y son la diferencia entre el cielo y el infierno.

Pero en caso de que no fueras un felino, aquello podía contrarrestarse ocupando el máximo volumen posible. Mi carrera como portero de balonmano no fue muy brillante, no al menos en ese momento, pues gran parte de aquella base floreció en el futsal años después, además de cierta flexibilidad que conservo a día de hoy.

Recuerdo los duros entrenamientos de Manuel Pérez. Aquel señor con apariencia temprana de abuelo enternecedor nos hacía andar la pista de un lado a otro en la postura del cangrejo, para fortalecer el movimiento de la pierna en las paradas, cuando no te hacía andar por encima de una banqueta y sacar mano y pie hacia el lado para mantener el equilibrio. Un genio en lo suyo.

Mi mejor partido de balonmano fue en categoría infantil. Era un choque sin trascendencia, ya que el equipo que verdaderamente competía por los títulos ligueros y el acceso al Campeonato de Andalucía eran las dos generaciones que venían detrás de nosotros. Jugábamos contra ADESAL y ganábamos de un gol (16-17). Faltaba menos de un minuto para el final. Cuando atacábamos para dar la estocada, nuestro mejor jugador cometió falta en ataque. Pese a no ser más que un crío que acababa de hacer la comunión, ya se desenvolvía bien con el vocabulario explícito contra los árbitros. Tras mentar un par de veces a la señora madre del colegiado, nos quedamos con uno menos. En la transición defensiva, otra infracción (por denominar de alguna manera el 'mataleón' que hizo un defensor al atacante para perder el poco tiempo que quedaba) nos dejó con cinco, cuatro más el portero.

Se reanudó el juego, un par de pases y ¡bam! Internada fácil, seis metros y salto del atacante. Mi respuesta no fue otra que cerrar los ojos y hacer un spagat... ¡bam! Pelotazo en la espinilla. La temprana sonrisa pronto torció el gesto cuando aquella pelota cayó de nuevo en manos del rival. Otra oportunidad, otro salto y ¡bum! Nuevo spagat y pelotazo al brazo izquierdo. Pitido final. Éxtasis. Lágrimas incontroladas entre abrazos de compañeros y un viejecillo solitario en la grada agitando con tremenda fuerza su paraguas en señal de concordancia con la gesta. Victoria 16-17, el Moriles Balonmano Viña acabaría penúltimo en liga.

A la mañana siguiente, cuando me dirigía a la papelería del pueblo a comprar el periódico, desde las rejas vi un folio en el que creí leer "enhorabuena a los infantiles de balonmano y en especial a su portero por las paradas finales". Fui corriendo a casa a contárselo a mi madre lleno de emoción. Para mi disgusto, una vez volví a bajar a la hora en la que estaba abierto el establecimiento, me di cuenta de que no era sino un aviso de que aquel domingo se iba a retrasar el horario de apertura, y que iba siendo hora de visitar al oftalmólogo.

Al año siguiente se acabaría el sueño del balonmano, al menos para mí. La falta de jóvenes en categoría cadete, pues muchos al acercarse a los 16 ya se apresuraron a dejar los estudios para enrolarse en la creciente demanda de peones de albañilería, y las continuas convocatorias cargadas de infantiles asfixiados por jugar dos y tres partidos por cada fin de semana dilapidó las aspiraciones del equipo. 

Sólo quedaba una cosa por hacer.

 


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29/6/22

El inicio (capítulo 1)

La primera vez que tomé contacto con el "deporte rey" fue en categoría alevín. Pese a mi actual presencia de bloque gigantesco al que siempre se refieren los abuelos con cierto cachondeo desde el anonimato con la expresión "pero, ¿Cómo le van a hacer un gol? Si es gigante", hubo un tiempo, allá por la primaria, en la que incomprensiblemente regateaba a adversarios y metía goles a puñados.

Debió pasar como el hábito de comer fruta, que a medida que crecía se fue pudriendo hasta desembocar en una gula que me volvió un pequeño tonel torpe, ambidiestro debido a que cualquier ojeador nato no hubiera sabido si mi pierna buena era la zurda o la derecha, le daba igual de mal con ambas. Ante mi creciente ganancia en báscula siendo un crío, mi padre advirtió que el deporte extraescolar podía ser un buen freno. "Llévalo dónde el Cuchara", dijo y al siguiente día aparecí en el campo municipal buscando a aquel señor con el que años más tarde compartiría afición entrenando un equipo alevín y formando a su hijo bajo la portería, qué tiempos ¿eh, Antonio?

El campo era de un albero mostaza duro como el cemento. La tierra nunca se regaba más que cuando la lluvia sacudía el terreno que poco tiempo después se convirtió en una especie de improvisado vertedero municipal. Los "chinos" o piedras, afloraban por doquier y cada entrenamiento era como ir a la guerra. Era el fútbol de entonces, ése del que hoy en día nos enorgullecemos o utilizamos como argumento cuando queremos despotricar sobre los tipos engominados que pisan alfombras verdes. "Ése no sabe lo que es jugar en albero" podría ser una de las frases más repetidas en un bar de todos los tiempos. Y sí, jugábamos con balones Mikasa.

El míster advirtió tras unos minutos de calentamiento que tenía cara de que iba a chupar más banquillo que el propio delegado. Tampoco importaba demasiado. Éramos en un equipo que peleaba contra los pueblos de Montalbán y Montemayor por no ser el último clasificado del Grupo IV de la liga provincial alevín cordobesa.

El Moriles CF jugaba con camisetas desaliñadas de color rojo, gastadas por los incontables lavados para intentar quitar el amarillo tierra de cada fin de semana. Recuerdo que ninguno tenía un número asignado, el míster repartía los números antes del inicio, del 1 al 11 para los titulares. Sólo caté el 5 en una ocasión, en un partido contra el Egabrense, en la recta final de la temporada, en la que las constantes derrotas de goleadas a cero y las lesiones mermaron aquel grupo de chiquillos.

Fue mi mejor partido. Jugaba de defensa destructor, porque no había manera de que lo que hacía con el balón pudiera ser sinónimo de creación. La RAE dicta de este verbo "Dar realidad a una cosa material a partir de la nada", y pese a que veníamos de la nada, no había manera de dar realidad futbolística a aquello.

Pese a ello, fue el mejor partido que recuerdo. Evité con mi temprana barriga un gol pegado a un poste y otro con mi envidiable estructura ósea. El pelotazo del Mikasa me dejó noqueado hasta el punto que no pude continuar. Perdimos, para variar, pero Antonio aquel día agradeció mi entrega de mártir en el área de aquel equipo que, jornadas después, tras ganar su último partido de liga, celebró el antepenúltimo puesto con unas bolsas de palomitas Risi y unas cocacolas a costa del bolsillo del míster.

Nunca más volví a jugar de defensa. Tras la temporada, el fútbol desapareció en aquel pueblo ante el abandono de un albero bacheado, frío y hostil para hacer abrazar a los pequeños jóvenes de la localidad el balonmano al calor de un pabellón recién construido. Un proyecto que ilusionó por años a aquel reducto de la Campiña Sur cordobesa, llegando a crear un equipo base que no sólo tuteó la imponente cantera de un equipo profesional como el Ángel Ximénez, sino que derrocaría el dominio granate del Córdoba Cajasur capitalino, destino que tomarían las prominentes perlas morilenses años después.

 


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16/3/20

No es deporte para mí



En el afán de seguir descubriendo disciplinas deportivas apasionantes, y unos días antes de que el virus cerrase cualquier intento de revancha, decidí darme de bruces con la práctica de waterpolo inducido por el consejo de un compañero de gimnasio.

Pocos son los meses desde que conocía que en Cuenca esta exigente práctica deportiva no era cosa de espectadores, sino también de un reducido grupo de amantes, unos pocos de tantas decenas de miles, como si fueran unos supervivientes.

Es por ello que relaciono su práctica con el apocalipsis. El hecho de que vivamos en una especie de película de terror no tiene nade que ver. Desde mi punto de vista y dada mi primera toma de contacto, considero el waterpolo como el 'deporte umbral' para saber quiénes sobrevivirían con capacidad en un mundo de invasión zombi o similar dada la combinación de habilidades físicas y mentales y al ingrediente añadido de moverse en un espacio por el que el sonido viaja unas cinco veces más lento que en el aire.

Vaya por delante que el agua es un medio en el que me muevo soberanamente mal y que no soy dado en el ambiguo arte que tienen algunas personas de ‘ser bueno en todos los deportes’, pero para acercar la dificultad en la primera toma de contacto de este deporte, hablamos de una actividad que mezcla la necesidad vital de no ahogarse con las alertas implícitas en cualquier juego de balón: control del movimiento propio, aliado y rival, precisión, velocidad, estrategia, coordinación colectiva…

Demasiados libros para cargar en una mochila como la mía que de serie tiene una alta predilección por hundirse. Eso sí, los ánimos de los ya curtidos en esta peculiar práctica mitigan el duro impacto que se da uno contra la realidad cuando comprueba que su capacidad de supervivencia sería nula si tomamos el waterpolo como unidad de medida: “Suele pasar el primer día, cuando cojas la técnica ya verás cómo disfrutas”.

Pese a que el resultado fueron unos 15 minutos de angustia por mantenerme a flote más que por atajar balones por encima del agua, para luego sufrir continuos calambres en las piernas que terminaron por completo la odisea en la piscina del Complejo Deportivo Luis Ocaña, mi mente tenía puesta la visión en volver a probar este ‘Via-crucis sin hacer pie’.

Tal y como me comentó Ángel Bejarano, (el ‘amigo’ del gimnasio que me invitó a probarlo), los martes se suelen reunir de 3 a 4 de la tarde para hacer unas 'pachangas' (cortadas ahora por la situación del COVID-19). Lo habitual es que siempre se utilice una sola portería sobre la que atacan por posesiones grupos de tres a cinco jugadores. “Esta situación, la de disfrutar de una piscina para practicar y jugar un poco, es algo que sería impensable en Madrid dada la alta demanda que existe allí, pero sí, en Cuenca hay Waterpolo, poco, pero lo hay", decía.

El fin de toda esta cuestión, y siempre y cuando la normalidad vuelva a nuestras vidas, era animarles a probar el waterpolo en Cuenca, advirtiendo de la exigencia que ello conlleva, pero que de superarla, ya podrá saber que reunirá unas gratas condiciones de supervivencia en el caso de que todo esto se vaya al traste. En cuanto a mí, lucharé porque así sea, pero si no, también es una actividad muy grata de fotografiar.


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14/1/20

No es deporte para verlo desde la barrera

Guillermo García, capitán del Club Rugby A Palos. Foto: Mario Gómez

La hierba recién cortada al gusto como el que analiza con el olfato un bien vino antes de catarlo, además de forma literal. Compungidos, nerviosos, con ansias de tragar tierra y a la vez querer hacer morder el polvo al rival. Así los imagino momentos antes de salir de ese cajón de azulejos viejos y blancos entre el traqueteo del aluminio impactando a sus pasos por el suelo.

Sin tiempo a expandir sus ganas de brillar en ese foso de vientos fríos y fondos abiertos, ahora teñido entre la barbarie del encanamiento de la pelota entre distintas administraciones. Ahí, en el barro del desahuciado que resulta el spa del cerdo, de un carácter abstracto, como la mira que utilizan aquellos que no entienden esto del ovalado y simplifican más de cien años de historia con una vaga imagen de desvirtuados caballeros cosiéndose a mamporrazos.

Ahí, tras sufrir el destierro obligado, tras marchar por un desierto en la búsqueda de su tierra prometida, sabiendo en todo momento dónde estaba, pero muriendo antes de querer poner un pie en ella. Exiliados forzosamente y arrastrados por arenales ajenos, desarmados en lucha injusta, sin una preparación digna, expoliados de herramientas que atisben si quiera la esperanza del perdido. Sólo la creencia en ellos mismos ha evitado que se volvieran locos, al tiempo que les nutrió de una ira y rencor con el que pintaron de triunfo esta primera tarde de sábado con rugby en Cuenca.

Ahí estaban los veintitrés, más otro buen puñado de entregados. Estrechados en pieles pulcras y resistentes, a la espera de teñirse de barro, sudor, y encontronazos cargados de adrenalina. Pertrechados en gel analgésico, en camisetas interiores encorsetadas y revestidas de anchas telas colgantes que en algunas posiciones difícilmente se ajustan a los cuerpos que las visten. Ahí estaban y qué envidia desatan desde la barrera, haciéndome sentir como el tullido a proteger, como el encajonado tras la madera observando la lidia, como el juglar que contará unas batallas en las que ni siquiera tomó parte.

En su perseverancia ha estado un premio que aún ni siquiera les ha llegado, pero que no dudo que conseguirán. Pasar de las mieles de verse en la cumbre a nadar por no ahogarse en el pozo de la clasificación, y hacerlo con el ímpetu, el orden y la necesidad del disfrute donde otros pueden ver sufrimiento, es un legado maravilloso de observar.



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11/11/18

Barro y cerveza

Fotografía de Alejandra Marín


Tostada, con aroma intenso a barril y briznas de petricor. Algo densa en la boca, con una explosión de adrenalina en trago final. Rugby y cerveza. Dos términos que se hermanan, pero que quizás en la modestia de lo local, siguen guardando el sentido con el que tanto se presume a día de hoy esos 'valores' que algunos les gusta abanderar para intentar compensar la falta de atención a este deporte, en comparación a otros a los que desmerece.

Y me da igual. Llevo tres años intentando animar, contando, persuadiendo a conquenses y no conquenses de que tienen que, por lo menos, ver un partido de rugby. Puedes convertirte en un sábado en un puto yankee viendo un deporte con tu cerveza en la mano y jadeando a tu equipo como un loco, que simplemente serás uno más de los valientes que placan metafóricamente al temporal y al frío cemento donde posan el culo en las gradas del Ocaña para ver nuestra disciplina.

Y es así. Por mucho que en el grupo de whatsapp de tus amigos digan que la cerveza no es buena para el deporte, por mucho que lo haya dicho este artículo de la revista de este periódico, la cebada  calma de excelente manera sin receta el dolor de 80 minutos de golpes incesantes, de lametones de barro al caer con tu cara al suelo y de disputadas carnicerías de orejas en la melé.

Es tal la locura, vista por los de afuera, y la pasión, vista por los de dentro, que desata en mí su práctica, que si aún así sigue pareciéndoles extraño esta combinación de ostias sin velos del tipo 'falta en ataque' o 'bloqueos', tan a pelo, tan carnal... siempre puedes contar con el hecho de que el premio a tan desembocada e infernal disputa sea una buena cerveza y un plato de comida.

Así que, por el amor de Dios, para los religiosos, y el propio y ajeno, para el resto de los mortales, vengan a ver un partido de rugby. Aquí hay cerveza, pero no la bebemos para disimular el aburrido tránsito del tiempo de juego, sino que no consideramos ejercer nuestro derecho de espectador sin ella.
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2/11/18

No es deporte de pocos

Momento en que, al realizar un placaje, me luxé el húmero - Foto: J.García 
358 días, jornada arriba o noche abajo. Un mundo eterno que se me arrebató con el mismo movimiento que mis lánguidos ligamentos se desprendieron ante el impacto propio de golpear demasiado alto una mole de algo más de 120 kilos de peso.

Una metáfora idónea de Ícaro. El placar/volar demasiado alto tiene consecuencias y, como el triste protagonista del mito, caí tocando fondo.

Un suburbio de mentiras, de creer que sólo fue una pesadilla pues, a la semana del traumático traumatismo, me sentía con fuerzas incluso para repetir la hazaña que me llevó a la enésima luxación sufrida por un hueso de mi cuerpo, solo que esta vez no era moco de pavo. Así, y tras la verdad de ver el interior más allá de la confianza, con una prueba de resonancia magnética más concretamente, se iniciaba un duro itinerario en el que perdí la fe en ocasiones incontables.

Pero la unión que se constituye entre los brazos de una melé, aguanta más allá de lo que pueda hacer ver un buen empuje contrario. No decaer, creer, disimular la pérdida del interés, el 'no volveré a hacerlo' como engañifa a mi propia creencia y deseo... y a quién pretendo mentir, si se me desenmascara la sonrisa cada vez que hay brizna de césped húmedo apelotonado en el bajo de las botas, orejas enrojecidas del roce desmesurado con los apestosos muslos de la primera línea, el choque de cuerpos que hacen temblar el suelo y la explosión de gozo al posar un balón de bote irregular y desdibujado en zona de marca contraria, para luego dar la mano hasta el último de los rivales, por tener la presencia y señorío de hacerte partícipe de todo ello.

Sentir que estás vivo, que renaces tras tocar los infiernos, es también parte y fruto no solo de uno, sino de todo el resto. Por ello es la condición de colectivo de la que más se enorgullecen los que defienden esto. Pues sin rival no hay disputa, sin juez no hay juego, sin todos ellos y nosotros mismos, no hay rugby.

358 días después de la lesión, ensayo con A Palos frente al CR Albacete (18/19) Foto: J.García



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27/7/18

Errores puntuales

Luis Ayllón da indicaciones a sus jugadores en uno de los descansos del partido ante el Getafe / Mario Gómez


Cuando Luis Ayllon termina su segundo partido de pretemporada donde el Getafe le mete 0-5 y declara que "no han sido inferiores a su rival en el juego salvo por errores puntuales", me hace pensar en la insconsciencia del valiente y en que, si hubiera hecho caso a mi madre y hubiese terminado ADE, lo mismo estaría vendiendo preferentes sin remordimientos, pero cometí tres o cuatro errores puntuales.

Ayllón me parece, a rasgos exagerados, un Luis Enrique 'amable' que quiere salir del armario en el que se agolpan los defensores del "juego al toque" como Guardiola o Setién, figura esta última por la que Luis siempre ha dicho sentir admiración, y así trató de registrarlo una pretemporada más.

La salida del balón del Conquense me recordó a mis entrenamientos de fútbol sala de salida de presión desde saque de puerta. Nada de utilizar mi brazo de lanzador de balonmano frustado y colocar la bolita en la inmediación del area contraria, pase corto y de aquí se sale con dos paredes o prepárate para contrataques tan cortos y rápidos que parecerá que atraviesan una zona sensible de tráfico regulada por lectores de matrículas. 

Poco resumen más hago. Entre el empecinamiento del Conquense de ser el Betis castellano-manchego ante todo un Primera División que no quería milongas, imperó el 'patadón y a correr' digno del futbol modesto y 'de pugna y barro' tan típico de Tercera y Segunda B, por medio de Jon Vega y Fran Simón como pareja de centrales. Dos 'rocas' que se resquebajaron ante el 'papel' que hicieron los azulones en La Fuensanta. Era imposible seguir las reglas ante el poderío capitalino. 

Y es que el Getafe pareció pagar con rabia futbolera –y una presión tan intensa como la del pecho del presidente cuando le dijeron que "si no entra la ambulancia al campo, aquí no se juega"– el hecho de los distintos contratiempos que a día de hoy se dirimen entre la "omisión" de unos o la "falta de previsión" de otros. 'Casi ná'

Volviendo a Ayllón –y para no dar más de sí un partido donde las conclusiones las debe sacar el propio técnico, quién se encarga en estas fechas de la mejora, preparación y acondicionamiento de sus jugadores– fue un reflejo de lo que demuestra desde su llegada. De un carácter y valentía capaz de contestarle a todo un presidente enfurecido con una plantilla de juveniles que 'no son merecedores de un escudo'. Un arrojo que otros tacharíamos de ingenua osadía.

Y es que amigos, qué sería de nosotros sin unos cuantos errores puntuales.
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29/6/18

Aprendizaje constante



El misterio que siempre nos lleva a ir más allá, o a retirarnos en la vaga persistencia, es la superación de los enigmas que se nos abren ante el paso temporal de nuestro destino. Y el caso es que mientras en la teoría matemática 2 + 2 son 4, traspasado al terreno, la solución a cualquier suma de acontecimientos que se nos pone por delante se vuelve un número pi que corta su cola decimal en el momento de que superamos la adversidad. Enhorabuena, lo has conseguido.

Pero no siempre somos controladores de ese punto y final concreto que no es más que el salto a un nuevo acertijo y descifrado de situaciones más desafiantes. Suele ocurrir que a veces, por más impresión de que ocurren cosas a medida que vamos apretando botones, las reacciones no obedecen a nuestros cálculos y órdenes.

No somos nada más que unos críos gordos encajados en un coche lujoso de batería que de repente vemos que está manejado por nuestros padres con un control remoto. Ay, la asunción de que hemos sido engañados. Una sensación que cuesta de alcanzar pero que es incluso más dañina cuando somos nosotros mismos los que tejemos la trampa donde luego caemos. Que puedes utilizar términos que hagan sorprenderte como "trampa" o "caer", acciones que pareces no controlar, pero es mucho más sano asumir el autoengaño reconstruyéndolo pictográficamente como un cerdo retozando en su propios desperdicios.

Y quizás la perfección (o nuestra ilusión de la misma) sea el darse cuenta de esas inestabilidades, en el caos que esquivamos día a día como el pie que evita en el último instante llamar a la suerte espachurrando un ñordo de can en la acera. Porque, ¿quién no ha deseado coger el mando, irse a "habilidades" y llenar las barras del "pro" al 99 para luego ir paseando por un Camp Nou virtual dejando a la altura de un aficionado a Lionel Messi? Pues a lo mejor alguien que no sabe que en la fórmula del acierto-error lo que nos alquitrana el camino hacia ese objetivo es el aprendizaje constante. Nunca lo olvide.


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15/6/18

Crítica de un bostezo

Hay algo que me quita parte de mi profundo sueño, que me acongoja el pecho en ocasiones  y que no logro comprender dada la infantil curiosidad de preguntarle por qué a un porqué. La siniestralidad con la que topamos en la red, de fieras salvajes aguardadas en la esquina del timeline cuando hacemos scroll. Una lapidación constante de manos no demasiados rápidas, pero si casi transparentes. Espejismos que se pueden ver y leer pero no reprochar.

Hace no demasiadas semanas leí que vivíamos en una "cultura de los ofendidos". Que el futurístico objetivo con el que nacieron las redes de salvaguardar distancias para acercar a las personas se ve más mancillado que nunca, logrando que uno se lo piense dos veces antes de abrirse una cuenta en Twitter. Ya puede usted hacer un "bostezo" de no más de 140 caracteres, que habrá quien presuma de "la carrera de su vida y de la calle" para  corregir el angulo de apertura en la quijada, la manera de llevarse la mano a los morros o cómo se atreve uno a bostezar, que eso es un acto de repudia y ofensa ante los que han dormido ocho o nueve horas y ya llevan tres cafés cuando aun no asoma ni la hora del almuerzo.

Me tambalea el ímpetu por este miedo a ofender, y de hecho, este síntoma ya se puede considerar como algo ofensivo, puesto que ello indica que soy propenso a la ofensa. ¿Lo han entendido? Yo tampoco.

Ante esto, admiro con pasión el status de los que se dedican a esto y encajan y rechinan los dientes mientras hombres de carne y hueso, unas veces ocultados tras ínfimas máscaras y otras a pelo y sin marcha atrás, se dedican a lanzarles de todo o "de tdo". Quizás sea cuestión de un botón, de creer en las ideas y entender que no hay verdad, o mejor dicho, no hay palabra que agrade a todos por igual. Bueno, salvo "gratis" ¿o tampoco?

El paso firme sólo se establece tras haberse quebrado un par de veces las piernas al caminar. Y seguramente no es algo que te enseñe un libro, ni un powerpoint leído o ni siquiera una tabla de excel. Precisamente serán esos elementos, bien contrastados, investigados y asimilados en un hecho, los que ayudarán a aguantar la lluvia así sea junio. Ya que, total, no es algo que nunca se haya visto antes, pero escasea a medida seguimos deslizando el dedo a través de la pantalla.





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13/6/18

No es torneo para flacos: el FAT Rugby



En el amplio refranero español dificilmente habrá enseñanza que cargue nuestro sentimiento de impulso y voluntad como la de "no hay huevos". Tres palabras, un mundo y el caos a su porvenir y una leve cuestión de responsabilidad que pasa desapercibida con la rapidez que aceptamos los términos y condiciones del servicio.

Así nacen mil y una catástrofes y otras mil y una aventuras. El FAT Rugby, torneo organizado por el Quebrantahuesos Rugby Club, es uno de tantos frutos que ha otorgado el atrevimiento de la reconocida pregunta. En su tercera edición, el Club Rugby A Palos fue invitado a participar en una competición donde quizás ese término, el de competir, es el que quede más relegado en una hipotética pirámide de  "FAT" Maslow.

Es un torneo exclusivo, puesto que sólo los que superen un peso pueden participar, e inclusivo a la vez, mete a los delanteros en este tipo de competiciones en las que suelen quedar relegados. Ya se sabe, el verano para los alas y los tres cuartos es como las navidades para un crío. Es el momento en el que reciben todos aquellos balones que durante la temporada regular esperaban en la banda para realizar su estilizada carrera y salir en la foto del ensayo.


Con todo, para allá que fuimos. Más de cinco horas de viaje para aterrizar en la Plaza Mayor de Monzón, coger el primer "mini" de cerveza Ámbar y estar cantando "Somos de Cuenca, somos de Cuenca, viva la madre que nos parió" a los cinco minutos de ser entrevistados por el equipo de comunicación del torneo, con cámara y micrófono en mano. Mucho disfraz, mucho cachondeo en el pesaje y dos mesas enteras de comida que la expedición conquense ni cató. Para cuando por fin estuvimos todos y todas acreditados y marcados en el brazo con nuestro peso correspondiente...en los platos de plástico sólo quedaban patatas rancias y pan. Ante tal desconcierto, la cerveza fue la cura de los dolores, tal y como ocurre después de los partidos.

Hubo a quien la noche se le hizo más larga de lo esperado por las sinousas calles de Monzón. Los que queríamos descansar para competir el día siguiente (que los habíamos) comprendimos pronto que este torneo no es para eso, y que el polideportivo que acogía a los participantes tiene una resonancia magnífica para potenciar los ronquidos. Una coral grupal de tartamudeantes aspiraciones que estremecerían a cualquier director de orquesta. Lejos de parecer un coro de adolescentes imitando a los Backstreet Boys, los gruñidos y respiraciones frondosas se acompasaban y establecían un intercambio hasta divertido cuando uno asimilaba que iba a ser imposible conciliar el sueño. Llegada el alba, los ronquidos dan paso a los jugadores que volvían del séptimo u octavo tiempo para descansar un par de horas antes de jugar. Las risas nerviosas por cualquier estupidez se intercambian con los "chistidos" y, cuando no eransuficientes, se mentaba a ancestros ya fallecidos. Todo con mucha calma y conciliación eso sí.
Ya en el campo el día transcurrió entre el desatino de los resultados,  gastar entre partido y partido el bono de cervezas que daba la "gordanización" y refrescarse con los aspersores del campo. Tras la pausa para comer, los servicios de emergencia vieron incrementada su faena y es que, ¿a quién se lo ocurre poner de comida fabada? Pues con el guiso y la carne en el gaznate moviéndose a ritmo del trote cochinero de los jugadores de más de cien kilos siguió el evento. En los dos campos, los pesados contendientes se intercambiaban placajes, mauls, ensayos y alguna que otra caricia (siempre bajo la cortina de los rucks), nada nuevo. En la medianilla, la música daba espacio al cachondeo, los bailes y el concuros de mejor barriga. Ay, tantos consejos de belleza y nadie nos dijo que para ganar sólo había que pintarse una cara en la panza.

¿Quién gano? Pues... ¿a quién le importa? El pitido final llevó a la entrega de trofeos, un recuerdo con chapa por un fin de semana que, si no fuera por las fotos, más de uno no recordaría nada. Volvería la gran protagonista, la cerveza. Ámbar para parar un camión (que se paró), una buena cena cargada de calorías y una banda bien apañada cantando éxitos de ayer y antes de ayer. Ni la lluvia pudo con el punto y final de un torneo que para un delantero de rugby debería de ser como La Meca para los musulmanes, de obligada participación al menos una vez en la vida.




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