La primera vez que tomé
contacto con el "deporte rey" fue en categoría alevín. Pese a mi
actual presencia de bloque gigantesco al que siempre se refieren los abuelos
con cierto cachondeo desde el anonimato con la expresión "pero, ¿Cómo le
van a hacer un gol? Si es gigante", hubo un tiempo, allá por la primaria,
en la que incomprensiblemente regateaba a adversarios y metía goles a puñados.
Debió pasar como el hábito de
comer fruta, que a medida que crecía se fue pudriendo hasta desembocar en una
gula que me volvió un pequeño tonel torpe, ambidiestro debido a que cualquier
ojeador nato no hubiera sabido si mi pierna buena era la zurda o la derecha, le
daba igual de mal con ambas. Ante mi creciente ganancia en báscula siendo un
crío, mi padre advirtió que el deporte extraescolar podía ser un buen freno.
"Llévalo dónde el Cuchara", dijo y al siguiente día
aparecí en el campo municipal buscando a aquel señor con el que años más
tarde compartiría afición entrenando un equipo alevín y formando a su hijo bajo
la portería, qué tiempos ¿eh, Antonio?
El campo era de un albero
mostaza duro como el cemento. La tierra nunca se regaba más que cuando la
lluvia sacudía el terreno que poco tiempo después se convirtió en una especie
de improvisado vertedero municipal. Los "chinos" o piedras, afloraban
por doquier y cada entrenamiento era como ir a la guerra. Era el fútbol de
entonces, ése del que hoy en día nos enorgullecemos o utilizamos como argumento
cuando queremos despotricar sobre los tipos engominados que pisan alfombras
verdes. "Ése no sabe lo que es jugar en albero" podría ser una de las
frases más repetidas en un bar de todos los tiempos. Y sí, jugábamos con
balones Mikasa.
El míster advirtió tras unos
minutos de calentamiento que tenía cara de que iba a chupar más banquillo que
el propio delegado. Tampoco importaba demasiado. Éramos en un equipo que peleaba contra
los pueblos de Montalbán y Montemayor por no ser el último clasificado del
Grupo IV de la liga provincial alevín cordobesa.
El Moriles CF jugaba con
camisetas desaliñadas de color rojo, gastadas por los incontables lavados para
intentar quitar el amarillo tierra de cada fin de semana. Recuerdo que ninguno
tenía un número asignado, el míster repartía los números antes del inicio, del
1 al 11 para los titulares. Sólo caté el 5 en una ocasión, en un partido contra
el Egabrense, en la recta final de la temporada, en la que las constantes
derrotas de goleadas a cero y las lesiones mermaron aquel grupo de chiquillos.
Fue mi mejor partido. Jugaba de
defensa destructor, porque no había manera de que lo que hacía con el balón
pudiera ser sinónimo de creación. La RAE dicta de este verbo "Dar
realidad a una cosa material a partir de la nada", y pese a que veníamos
de la nada, no había manera de dar realidad futbolística a aquello.
Pese a ello, fue el mejor
partido que recuerdo. Evité con mi temprana barriga un gol pegado a un poste y
otro con mi envidiable estructura ósea. El pelotazo del Mikasa me dejó noqueado
hasta el punto que no pude continuar. Perdimos, para variar, pero Antonio aquel
día agradeció mi entrega de mártir en el área de aquel equipo que, jornadas después, tras ganar
su último partido de liga, celebró el antepenúltimo puesto con unas bolsas de
palomitas Risi y unas cocacolas a costa del bolsillo del
míster.
Nunca más volví a jugar de defensa. Tras la temporada, el fútbol desapareció en aquel pueblo ante el abandono de un albero bacheado, frío y hostil para hacer abrazar a los pequeños jóvenes de la localidad el balonmano al calor de un pabellón recién construido. Un proyecto que ilusionó por años a aquel reducto de la Campiña Sur cordobesa, llegando a crear un equipo base que no sólo tuteó la imponente cantera de un equipo profesional como el Ángel Ximénez, sino que derrocaría el dominio granate del Córdoba Cajasur capitalino, destino que tomarían las prominentes perlas morilenses años después.
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