29/6/22

El inicio (capítulo 1)

La primera vez que tomé contacto con el "deporte rey" fue en categoría alevín. Pese a mi actual presencia de bloque gigantesco al que siempre se refieren los abuelos con cierto cachondeo desde el anonimato con la expresión "pero, ¿Cómo le van a hacer un gol? Si es gigante", hubo un tiempo, allá por la primaria, en la que incomprensiblemente regateaba a adversarios y metía goles a puñados.

Debió pasar como el hábito de comer fruta, que a medida que crecía se fue pudriendo hasta desembocar en una gula que me volvió un pequeño tonel torpe, ambidiestro debido a que cualquier ojeador nato no hubiera sabido si mi pierna buena era la zurda o la derecha, le daba igual de mal con ambas. Ante mi creciente ganancia en báscula siendo un crío, mi padre advirtió que el deporte extraescolar podía ser un buen freno. "Llévalo dónde el Cuchara", dijo y al siguiente día aparecí en el campo municipal buscando a aquel señor con el que años más tarde compartiría afición entrenando un equipo alevín y formando a su hijo bajo la portería, qué tiempos ¿eh, Antonio?

El campo era de un albero mostaza duro como el cemento. La tierra nunca se regaba más que cuando la lluvia sacudía el terreno que poco tiempo después se convirtió en una especie de improvisado vertedero municipal. Los "chinos" o piedras, afloraban por doquier y cada entrenamiento era como ir a la guerra. Era el fútbol de entonces, ése del que hoy en día nos enorgullecemos o utilizamos como argumento cuando queremos despotricar sobre los tipos engominados que pisan alfombras verdes. "Ése no sabe lo que es jugar en albero" podría ser una de las frases más repetidas en un bar de todos los tiempos. Y sí, jugábamos con balones Mikasa.

El míster advirtió tras unos minutos de calentamiento que tenía cara de que iba a chupar más banquillo que el propio delegado. Tampoco importaba demasiado. Éramos en un equipo que peleaba contra los pueblos de Montalbán y Montemayor por no ser el último clasificado del Grupo IV de la liga provincial alevín cordobesa.

El Moriles CF jugaba con camisetas desaliñadas de color rojo, gastadas por los incontables lavados para intentar quitar el amarillo tierra de cada fin de semana. Recuerdo que ninguno tenía un número asignado, el míster repartía los números antes del inicio, del 1 al 11 para los titulares. Sólo caté el 5 en una ocasión, en un partido contra el Egabrense, en la recta final de la temporada, en la que las constantes derrotas de goleadas a cero y las lesiones mermaron aquel grupo de chiquillos.

Fue mi mejor partido. Jugaba de defensa destructor, porque no había manera de que lo que hacía con el balón pudiera ser sinónimo de creación. La RAE dicta de este verbo "Dar realidad a una cosa material a partir de la nada", y pese a que veníamos de la nada, no había manera de dar realidad futbolística a aquello.

Pese a ello, fue el mejor partido que recuerdo. Evité con mi temprana barriga un gol pegado a un poste y otro con mi envidiable estructura ósea. El pelotazo del Mikasa me dejó noqueado hasta el punto que no pude continuar. Perdimos, para variar, pero Antonio aquel día agradeció mi entrega de mártir en el área de aquel equipo que, jornadas después, tras ganar su último partido de liga, celebró el antepenúltimo puesto con unas bolsas de palomitas Risi y unas cocacolas a costa del bolsillo del míster.

Nunca más volví a jugar de defensa. Tras la temporada, el fútbol desapareció en aquel pueblo ante el abandono de un albero bacheado, frío y hostil para hacer abrazar a los pequeños jóvenes de la localidad el balonmano al calor de un pabellón recién construido. Un proyecto que ilusionó por años a aquel reducto de la Campiña Sur cordobesa, llegando a crear un equipo base que no sólo tuteó la imponente cantera de un equipo profesional como el Ángel Ximénez, sino que derrocaría el dominio granate del Córdoba Cajasur capitalino, destino que tomarían las prominentes perlas morilenses años después.

 


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